viernes, 3 de marzo de 2017

Ahora no sé

Era bastante temprano para el alma y la resaca. Desperté aquella mañana con ruidos extraños, parecidos a esos pájaros insoportables que anidan en los árboles de casa; lo extraño venía por el asunto de que sonaban técnicamente igual a los de siempre, pero no eran pájaros, yo ya lo sabía.

Desayuné lo habitual, digamos, poco más de un café y un jugo, aunque les debo el orden. Antes de salir, me detuve a pensar en lo del día anterior y lo nuevo que venía, porque ya lo sabía con solo haber escuchado a esas imitadoras-de-las-amigables-aves-de-suburbio.
Es que todo esto pasó el día después de que se me piró Matilde y se me fue. Era la única que había visto en mi vida y ahora la perdía, ¡y tan bien que venía yo! Sí, ¿dónde iba a encontrar otra? Son mambos del destino, estoy seguro, o alguna cosa de esas a las que no le dedicamos el tiempo ni de prestar atención ni de atender a los que sí le prestan.
En todo caso, que me voy, se me había ido Matilde y esa misma noche tocaba en un bar de por ahí, ya saben, la moonlight sonata moderna, esas cosas de bar de amigos y anónimos, para los mismos de siempre cada velada. El tema era que, ¿a quién le iba a tocar ahora? ¿a quién cantaría? Si era mi Matilde la que prendía y apagaba el sol, la que me hizo ganar la lotería gigante y me dio la guita de la verdad, la que me presentó los sonetos de Borges que luego mezclé, ella susurraba las letras, las notas. En fin, la noche fue larga y solo gracias al alcohol y a esos que vienen siempre —a algunos los conozco, a otros aún no— pude terminar/pasar por ese tormento de tocar habiendo pirado Matilde horas antes.

Poco más de diez minutos estuve pensando en ello, porque al mirar el reloj ya eran pasadas las ocho. No tenía ya tiempo para escuchar el típico disco habitual pre salir a la calle, o al menos no uno largo, así que dejé sonando los siguientes treinta minutos a Jorge Drexler en un Eco² que yo lo escuché cual cúbico. No pude terminarlo. Al principio no le presté demasiada atención, pero después me di cuenta del cambio y no aguanté: ese imitador enajenado de Drexler que salía por los parlantes me era insoportable.

Así, me abalancé rápidamente hacia el mundo exterior, la calle. Al salir noté que ya no vivía más en el continente, sino que me encontraba en un islote. Bueno, en verdad es que toda la ciudad formaba un delta enfermizamente simétrico. Aún más extraña era el agua en su semejanza al asfalto, lo que me hizo dudar en un primer momento si verdaderamente no era asfalto, pero comprobé que no al inspeccionar un poco mejor. Levanté la cabeza y por la esquina vi pasar como una especia de roedor gigante, bastante cuadrado y sin cola, con personas dentro de su estómago —que era visible por aperturas en su laterales, qué maravilloso animal— y un "501" en la frente, por que lo que decidí ir caminando esta vez. Me resultó muy curioso cómo se puede caminar por el agua-que-parece-asfalto-pero-no-lo-es sin hundirse ni caerse, solo es cuestión de equilibrio y evitar el oleaje estático que emerge cada tanto. De esta forma es que no tuve inconveniente alguno al pasar de islote en islote hasta llegar a esa gran porción de tierra firme donde antes solía tomarme el tren.
Allí noté algo que me sorprendió: la gente se estaba subiendo a una especie de gran lombriz segmentada de superficie. Al principio tuve mis miedos, pero al ver pasar unos cuantos y comprobar que su aparato digestivo era deficiente —también con aperturas en sus laterales, debe tener un parentesco con el roedor gigante— y que la gente ingerida no mostraba signos de descomposición o afección alguna, decidí dejar que aquella rara criatura me tragara. Dentro, las víctimas actuaban como si nada hubiera pasado. El estómago contenía pequeñas protuberancias donde algunas se sentaban, otras debían contentarse con mantener el equilibrio de pie, y digo esto porque la gran-lombriz-de-superficie-traga-hombres iba a gran velocidad y mantenerse dentro de su estómago sin caerse era bastante complicado.
Le pregunté a un compañero en la desgracia y me dijo que la gran lombriz tenía como una especie de madriguera en Constitución, y que, gracias a su deficiente metabolismo, escapar allí de su sistema digestivo era fácil. Así que me tomé los siguientes cuarenta minutos para continuar reflexionando sobre lo ocurrido el día anterior.

Matilde se me apareció un día tranquilo de enero, allá por la bella edad de once años. Al principio no la entendí y siquiera le podía dar forma, moldearla. Con el tiempo aprendí a aprovecharla de la manera correcta y todo empezó a andar mucho mejor; pude moldearla, incluso bautizarla. La denoté hasta el más mínimo detalle. No me malentiendan: aunque entre nosotros existía una gran relación, esta tenía un carácter completamente afectivo; si bien creo que ella quería dar algún paso más, mi accionar siempre fabricó una barrera que enmarcó esta especie de relación abierta amorosa-asexual. Ella no se mostraba celosa frente a mis parejas y yo, pese a que nunca me había hablado de nadie más, no tenía inconvenientes en que anduviera con alguien.
Matilde era una mujer de mi edad, aunque a veces parecía algo mayor. Pelo teñido negro hasta los hombros, ojos oscuros, así de pinta medio normal. La mayoría de veces andaba con un sweater tipo abuela, incluso en verano, y una pollera con pequeños cohetes. De altura promedio, digamos, metro sesenta y algo, un poco menos que yo. De piernas cortas, gruesas, que desembocaban en pequeñísimos pies sin mucho arco; las rodillas y codos pasaban desapercibidos, no sobresalían, formando sus extremidades al flexionarse una curva perfecta. Era caucásica (demasiado pálida diría), con algunas pecas; nariz y labios diminutos, y pocas veces llevaba estos últimos pintados. Estaba pensando en sus uñas siempre pintadas (bien de rojo o bien verde agua) cuando la gran-lombriz-de-superficie-traga-hombres llegó a constitución.

La gente, cual hormigas desesperadas, me fue guiando con su andar hacía donde antes yo tomaba la línea C. Bajé la escalera y me dirigí al andén, esperé como el resto la llegada del subte, pero mucho fue mi sobresalto cuando en su lugar apareció otra gran lombriz, pero en su medio natural, bajo tierra. Esta nueva gran-lombriz-de-subsuelo-traga-hombres se había alimentado aún mejor, era algo terrorífico: ¡hombres y mujeres apretados, buscando lugar en su estómago, incapaces de moverse los del centro, un espectáculo horrible!
"¡Matilde ya no está!" le dije al primero que se me cruzó y se dejó llevar por la gigante bestia. Ninguno de mis gritos ayudó a detener a las suicidas hormigas que me arrastraban dentro; la boca lateral por la que fui ingerido se cerró, por lo que quedé dentro de su tracto digestivo —en estas bestias, el sistema boca-laringe-esófago-estómago se desarrolla en espacio menor a medio metro, insignificante teniendo en cuenta el tamaño de semejante criatura, muy curioso— rodeado de estúpidas hormigas.
La diferencia más notable entra la gran-lombriz-de-superficie-traga-hombres y la gran-lombriz-de-subsuelo-traga-hormigas radica principalmente en el hábitat donde desarrollan su voraz actividad, ya que dentro son muy similares, por lo que se podría decir que son parientes con un antepasado común muy cercano.

Pensé en Matilde apagando y prendiendo el sol a su antojo, quizás podría llegar a volver, andá a saber. Sus ojos negros resonaban en mi mente. Quizás ya otros se habían dado cuenta de que me faltaba mi Matilde; bueno, quizás no, porque después pasé por varios extraños lugares de los que ella me había hablado.
Al salir del tracto de la bestia, llevado otra vez por las estúpidas hormigas, me percaté de que nunca la iba a volver a ver por acá. Me servía de atadura, supongo, cable a tierra, esas analogías que gustan, pensaba mientras me dejaba tragar, resignado, por un gran roedor con el estampado "60" en su frente. Una atadura, perdida ahora, me dejó en un mundo que no sé.


Matilde puede ser Michelle

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